Extracto de “Conversando con Nemesio, el cabrero de Tiradores”

Extracto de “Conversando con Nemesio, el cabrero de Tiradores”

Imagen de cabecera: Retrato fotográfico de Nemesio. Fuente: Emilio La Parra González

Es un día gélido y ventoso de invierno, uno de esos días de perros balduendos, de calles solitarias, día de sillón, manta y orinal. Voy cabizbajo cruzando una callejuela del barrio, intentando eludir ese viento áspero que se incrusta en mi interior con saña. Es un barrio casi olvidado de la ciudad para quien no lo conozca, con cuestas empinadas y callejuelas estrechas que conforman un verdadero laberinto, con ambiente de pequeño pueblo en el que el invierno huele a humo de estufa de leña y en el que la mayoría de los que allí habitan se saludan o conocen, para bien o para mal. En su parte más alta, desde su periferia, comienzan a alzarse el Cerro Socorro y otros montes y lomas cuyo nombre desconozco. Aquí habitaban, en un tiempo pasado, aquellos que no eran bien recibidos o no tenían cobijo en la antigua urbe de Cuenca, poblamiento amurallado y encajonado entre dos ríos, uno grande y otro chico, pero que han horadado la tierra de igual manera.

Vista del Barrio de Tiradores. Fuente: Emilio La Parra González

Me cruzo, sin esperarlo, con una sombra, con una persona ajada y ennegrecida por el paso del tiempo, encorvada por la edad, pero en la que todavía se atisba en sus duras facciones algo de esa fortaleza de su pasado. Lleva una gorra desgastada, negruzca también como su piel y la ropa que le abriga, y una carga a sus espaldas de ramas, tablillas, cartones… Es Nemesio, el cabrero de los Tiradores, persona extraña y huraña donde las haya. Creo que casi nadie conoce su nombre, salvo en el banco, como dice Albert, el ingenioso mago del barrio, donde a todos nos conocen con el «don» delante, sobre todo si tenemos cuenta abierta y dinero sonante. Para todo el vecindario es simplemente el Cabrero, pero su nombre completo con apellidos es Nemesio García Encinas, pastor de cabras de profesión y oficio, y miembro de la XXII Brigada del Ejército Popular del bando republicano durante la Guerra Civil y seguramente hasta el final de sus días. Llevo ya varios años viviendo en este barrio de Tiradores y bastantes más haciendo una parte de mi vida en el mismo, y nunca lo he visto cruzar palabra con nadie.

El Cabrero, a sus ochenta y alguna primaveras, un buen día dejó de bajar las hoscas cabras de la montaña, como cada día había hecho durante más de cincuenta años. Se vio obligado a venderlas y, aun así, continuaba ascendiendo a los cerros por sutiles vaguadas, pero ahora ya sin esas genuinas compañeras que habían vestido perennemente el mismo color que su ropa y su ajada piel. Seguía viéndolo descender a veces con leña, algunas hierbas y otras cosas que le proporcionaba el monte según la época del año. Eso sí, su aspecto austero y su oscuro atuendo no variaban mucho. Me daba la impresión de que siempre usaba la misma vestimenta. Me llamaba mucho la atención su casa, refugio, cobertizo… No sé bien cómo llamarlo, pues allí convivió durante muchos años el Cabrero con sus cabras. Una casa sin buzón, ventanas destartaladas y casi permanentemente cerradas, una puerta de entrada de madera, carcomida y ya muy cascada, y un agujero en el tejado que humeaba frecuentemente. Era el aspecto de una morada que ha ido envejeciendo a la vez que su habitante, y adquiriendo ese mismo tinte negruzco y vetusto que envuelve la vida de Nemesio. Algún crudo invierno lo he visto encaramado a su desvencijado tejado, cual ágil comadreja, quitando la blanquecina nieve que contrastaba fuertemente con el color de su ropa y piel, seguramente para evitar que este se viniera abajo fatalmente. Yo lo observaba con la curiosidad de un pequeño duendecillo y con tremenda admiración, pues, a pesar de su aspecto y de su edad, era una persona que transmitía fuerza, esa fuerza que te permite vivir casi en absoluta soledad y callado silencio, aun en medio de este mundo superficial y ruidoso en el que solo se valora el astuto éxito y apenas se permite el sonado fracaso. Había oído muchas veces a la gente del barrio decir: «¡Vive en la miseria cuando tiene más dinero que pesa en el banco!», pero algo del Cabrero me intrigaba, su particular forma de haber vivido una vida de sacrificio y renuncia. Esta curiosidad me había llevado a saludarlo algunas veces, aunque Nemesio, al pasar, ni siquiera había hecho ademán de levantar la cabeza ni mueca o gesto alguno. Él continuaba su paso marcialmente, como si nada ni nadie se interpusiese en su camino.  Esto era lo que me intrigaba sobremanera de Nemesio el Cabrero, la fortaleza que transmitía sin importarle nada de este mundo superficial que nos rodea, sin importarle el qué dirán los demás, el dinero, las cosas, el éxito, la imagen, la belleza…, y que incluso había renunciado a lo que más quería y que le había proporcionado su sustento: sus animales, sus cabras color azabache, su única compañía. Nunca le había oído llamarlas por su nombre. Probablemente ni siquiera habían tenido uno. Bueno, a decir verdad, nunca había escuchado hablar al vetusto cabrero. Silencio, más silencio, shh, shh…, renuncia, sacrificio, soledad… Había intentado acercarme a él, pero era sumamente complicado, no sabía cómo.  Alguna vez un amigo de la capilla me había dicho que, si conseguíamos que nos dejase fotografiarlo, con esas duras y singulares facciones de su cara y su peculiar fisonomía, seguro que ganaríamos un premio Pulitzer. Pero tampoco era esto lo que me atraía de él, sino descubrir qué era lo que permanecía oculto en su ser para que aflorase esa antigua fortaleza todavía en su vejez, qué pensaba, cómo conseguía afrontar su soledad, cuál había sido su mundo. Anhelaba poder acercarme a él, a su persona, a su vida… Una y otra vez algo llamaba fuerte dentro de mí a aproximarme, pero una muralla se interponía abruptamente sin que yo fuese capaz de rebasarla.

Capilla de Nuestra Sra. de Fátima. Fuente: Emilio La Parra González

Esa tarde destemplada y desapacible en la que el frío y la ventisca se ensañaban sin piedad con todo cuanto encontraban a su paso, al ver pasar por delante esa sombra oscura, una nueva emoción despertó en mí: era compasión por una persona que intenta llevar hasta el final su inacabada vida de lucha. Lo veía nítidamente, ya no podía salir a buscar leña ni cargar con ella y, para remediar en lo posible el frío, buscaba ramillas, cartones, tablillas… La tristeza inundó los rincones de todo mi ser y quedé profundamente sobrecogido. Me hizo consciente de mi propia fragilidad y sensibilidad. El paso del tiempo lo había encorvado, y ahora libraba con desesperación las últimas batallas de su alargada vida. En casa, en aquella época, también utilizábamos leña para calentarnos con una estufa de hierro fundido en la que, a través de sus algo ahumados cristales, se podía observar la llama y escuchar el crepitar de los tarugos dentro de su voraz barriga. Esa tarde tomé con osadía una firme decisión, una decisión que salió de mis entrañas como un fuerte impulso armándome de tremendo valor. Al volver a casa, aterido de frío y sin esperar más, cogí del trastero del patio unos cuantos leños, de pino unos y carrasca el resto, y me encaminé hacia la casa del Cabrero. Mi corazón palpitaba vívidamente por el esfuerzo, la emoción y la duda sobre cómo me recibiría Nemesio el Cabrero. No tenía siquiera la seguridad de que fuera a aceptar los tarugos. Dudada sobre cómo ofrecérsela sin que este gesto supusiese para él una ofensa. Solo tenía que llegar al comienzo de mi calle, doblar ligeramente a la izquierda y continuar un poco la subida de la calle Real hasta su casa. Llamé primero a su puerta de madera, destartalada, desencajada y cubierta en su parte inferior por retorcidas chapas y hojalatas. De un agujero en el tejado salía un humo blanquecino que se retorcía y era arrastrado lejos por el gélido viento de esa desapacible tarde. Pasaron unos instantes largos, sentía latir mi corazón con fuerza y, poco a poco, comenzaron a oírse pasos de alguien que arrastraba pesadamente los pies. Al acercarse más, pareció como si retirasen también con cuidado alguna piedra que hiciese de atranque. La puerta se entreabrió y asomó el Cabrero su alargada cabeza, con su lacia gorra y unos ojos vivos y claros que miraban inquisitivamente, como de abajo hacia arriba. Entonces espetó, con una voz todavía fuerte, profunda y estentórea, sin atajos ni saludo alguno: «¿Qué quieres?». ¡Leches, qué pedazo de susto! No dejé de observar esos ojos vivarachos nunca antes vistos, ojos intrigados de mochuelo chico. No desvié mi mirada a pesar de su rudeza, esa mirada mezcla de asombro, compasión y que busca complicidad, y acerté a decirle: «¡Solo vengo a traerle estos tarugos, por si le vienen bien para calentarse, le he visto antes subir cargado, y en casa no falta la leña por ahora!». Su mirada inquisitiva también delataba sorpresa y extrañeza. Rápidamente espetó rudamente de nuevo: «¡Si tú quieres, pues déjala ahí!». Con el corazón latiendo fuerte y acompasadamente y mis manos temblorosas como acostumbran, dejé caer la leña al lado de la puerta, pues esta continuaba solamente entreabierta, y me atreví a preguntarle: «¿Quiere usted que le traiga otro día más leña?». La respuesta, también tosca, fue la misma: «¡Hombre, si tú quieres…!». No me vine abajo y le contesté lo más cortésmente posible, pero con tono firme: «El próximo día le traeré más, si usted quiere. Hasta pronto…».

Emilio La Parra González

Esta entrada tiene un comentario

  1. Laura

    Qué bien contado. Por un momento he sentido que estaba delante de la puerta contigo. Le hiciste tú esa foto?

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