Imagen de cabecera: Eco y Narciso – William Waterhouse
En esta época salvajemente individualista en la que vivimos, a las más que numerosas obligaciones propias de la cotidianidad, y anestesiados por un ocio que tiene ya más tintes de consumo que de ocio, se une la tarea casi imperativa del amarse a uno mismo. Esta costumbre, tan sana a priori, puede convertirse en un arma de doble filo cuando resulta que aquel al que amamos no es realmente a nosotros, sino a un alter ego que hemos creado y que erróneamente creemos ser.
A estas alturas, nadie duda de que lo que nuestros vecinos nos muestran en las redes está cuidadosamente seleccionado, alterado y deformado. No se muestra todo y, lo que se muestra, no se muestra tal y como realmente es. Estamos muy advertidos: no se crean lo que le enseña su primo en internet, no es más que una falacia. Sin embargo, sabiéndonos estafados, parece que tendemos a pasar por alto nuestro papel de estafadores. Lo sabemos, no vamos a ser tan estúpidos como para creernos la mentira del otro pero, ¿seremos capaces de desconfiar de la propia?
Lo peligroso de vender una idea de uno mismo falsa, edulcorada o alterada, no es que la compren los demás —se llama marketing y, con un nombre u otro, ha existido toda la vida— sino que sea yo mismo el que apuntale y construya mi identidad sobre esas hiperseleccionadas y sesgadas imágenes de mí sin integrarlo con ese otro que, siendo también yo, me gusta un poco menos.
Algunos de los que practican la autorreferencia constante disfrazándola de amor propio, defienden que, si tanto se exhiben, es porque se aman. Afirman que no hay nada malo en ser un narcisista. Olvidan (o ignoran) que Narciso no era un señor sobrado de autoestima, sino más bien —y tal como el mito cuenta— un hombre maldecido y castigado por los dioses. Prisionero de su propia imagen, no era capaz de atender a otra cosa que no fuese un borrón de sí mismo en el agua. Un ciego para ver al otro, un imposibilitado para cualquier amor. Si con semejante panorama nuestro bello protagonista terminó ahogándose en el río, habría que ver de qué maneras habría enloquecido de haberse mirado en un espejo que pudiese ofrecer algo más de definición que la de unas aguas cristalinas (eso que hoy en día sería quitarse los filtros, vaya).
Muchos hoy, como Narciso ayer, se emborrachan de sí mismos contemplando las poses tan estudiadas de su galería de fotos, o esas aficiones que no importa si les gustan pero que les hacen parecer interesantes. Coleccionan destinos geográficos para dar cuenta de que son experimentados ciudadanos de mundo, practicando un turismo de consumo en el que no importa la manera de visitar un país, lo que importa es que cuantos más, mejor. A fuerza de barrer bajo la alfombra aquellos aspectos de nosotros mismos que no solo no nos gustan, sino que nos horrorizan, tendemos a olvidarlos. Y así vamos idealizándonos, construyéndonos en nuestra cabeza como un Frankenstein dotado solo de piezas fantásticas que a menudo entran en disonancia con la realidad.
Quererse a uno mismo es un hábito de lo más saludable, pero requiere un trabajo importante y costoso de humildad y aceptación. Ámense mucho, tanto como puedan, pero no olviden tener un espejo a mano para asegurarse de que ese al que aman es realmente usted, no vaya a sucederles como a Narciso, y se enamoren perdidamente de algún otro que hayan inventado ser.