El día que empezó a caminar el cineclub Chaplin

Imagen de cabecera: Geraldine Chaplin y José Luis López Vázquez En Peppermint frappé

El 18 de octubre de 1971 bajó por primera vez la pantalla abatible que se había instalado en la Casa de Cultura y sobre el panel blanquecino aparecieron unas imágenes, de no muy buena calidad, pero con suficiente fuerza como para satisfacer las ganas del centenar de aficionados que se había reunido en el salón. Esas imágenes correspondían a la película Peppermint frappé, que Carlos Saura había rodado en Cuenca y Valdeganga unos años antes, en 1967. La película, por tanto, ya se había visto en la ciudad, pero su impacto había sido mínimo. El público conquense, como el de casi toda España, acostumbrado a un cine comercial poco amigo de compromisos mentales y menos aún de florituras formales, no entendió muy bien lo que Saura quería contar con aquella extraña historia de una mujer que desempeñaba a la vez dos papeles con los que se relacionaba con hombres diferentes. Eso sí, quedaban las maravillosas imágenes de la ciudad, con planos verdaderamente bellísimos, a los que se unían los del balneario de Valdeganga, entonces ya en trance de ruina, pero que fue aprovechado de una manera excelente. Y estaban las imágenes, en verdad subyugantes, de Geraldine Chaplin tocando el tambor de una manera frenética, con el mejor estilo de una turba muy especial.

Arrancaba así el Cineclub Chaplin, ahora hace cincuenta años, con un título que nos pareció emblemático y significativo, por estar rodado en Cuenca, por un hombre que conocía perfectamente la ciudad (la había fotografiado en múltiples ocasiones) y porque con la elección de ese título queríamos significar de manera clara y concisa, desde el primer día, lo que se pretendía: ofrecer cine de calidad, comprometido, renovador, alejado de los compromisos fáciles y adocenados, buscador de novedades, donde quiera que estuvieran, y avalado por autores implicados en unas ideas básicas de libertad creadora y de respeto a valores humanos esenciales. En definitiva y por si hay alguna duda, la intención era marcar una clara diferencia con lo que de manera casi abrumadora estaban ofreciendo las cuatro salas comerciales que había en la ciudad.

Hasta donde la memoria se me alcanza veo a varias personas reunidas en el voladizo de la Casa de Cultura. Podemos ser diez o doce, organizados en círculo, de manera que todos nos vemos las caras. Están Eduardo de la Rica, Eduardo Herrero, Gregorio Herrero (que no eran hermanos, a pesar de estar siempre juntos), Vicente Tusón, Alberto Martínez Casillas, José Morate, Juan Fernández Cursach, José Ramón Nadal. Damos vueltas a la idea que nos ha propuesto el director de la Casa, Fidel Cardete: formar una asociación, para la que ofrece las instalaciones de la Casa de Cultura, con el objetivo de ofrecer proyecciones cinematográficas especiales, a través de un Cineclub. En estas cosas, siempre asustan los problemas, las sombras, el dinero, la burocracia. Sin embargo, vamos adelante. Se nombra una comisión gestora y ya estoy al frente de ella para hacer las gestiones, siempre laboriosas, en un sistema tan ordenancista, sujeto a constantes permisos y autorizaciones. Además, hay que buscar dinero, sin recurrir a subvenciones oficiales que pudieran condicionarnos, y esta es una de las grandes dudas que nos abruma: ¿habrá suficiente número de socios como para financiar las películas?

Detalle importante: hay que bautizar a la criatura. Sin necesidad de pila bautismal ni banquete acompañante, discretamente. Surgen los nombres, unos genéricos, otros concretos de personas conocidas, directores, actores. Eduardo de la Rica, el hombre más discreto y juicioso que he podido a conocer, dice con su tranquila voz, sin aspavientos: Chaplin. Se rompe el dilema, sin votación. Chaplin, no Charlot, sino Chaplin, será el nombre elegido.

 

Los cineclubs son una invención francesa localizada en la segunda década del siglo XX y por las mismas razones que justificarían el nacimiento del nuestro: la mediocridad de las películas que podían verse de forma habitual en las salas, a pesar de que se estaban realizando otras merecedoras de atención. En un ámbito intelectual inquieto, creativo, investigador, como era la Francia de esa época, surgen los movimientos de vanguardia artística y literaria que van a sustentar las bases de la cultura moderna; entre ellos se encuentra el interés por el nuevo arte de la imagen, entonces en pleno desarrollo, sobre todo cuando al final de los años 20 aparezca el sonoro, una auténtica revolución para lo que entonces se conocía.

Son los años del surrealismo, del dadaísmo, del expresionismo, de la aparición de la crítica cinematográfica, de las primeras escuelas de creación fílmica. Se atribuye al pionero crítico Louis Delluc la fundación en 1920 de Le Journal du Ciné-club, una revista que, a su vez, promovió una asociación del mismo nombre que facilitaba la reunión conjunta de realizadores, críticos y espectadores para discutir sobre alguna película en concreto o en torno a cuestiones generales relacionadas con el arte (empiezan a llamarlo así) cinematográfico. A partir de esa primera iniciativa se produce una activa difusión de la idea que, pronto, pierde su carácter inicial para pasar a ser directamente agrupación de espectadores interesados en el visionado de películas consideradas “difíciles” por la industria y rechazadas por los canales comerciales establecidos.

La invención francesa encuentra aplicación en otros países del entorno europeo inmediato. A España llega en 1928, cuando el 28 de diciembre surge el Cineclub Español creado por Ernesto Giménez Caballero y Luis Buñuel. Cuando llegue la República -que ya entonces estaba llamando a las puertas- el cine y los cineclubs formarán parte de los programas de extensión cultural promovidos por las instituciones republicanas. Para la historia quedará siempre la imagen de los atrevidos miembros de Misiones Pedagógicas caminando con su proyector de cine por los duros senderos de la Sierra de Cuenca.

Terminada la guerra civil, con la liquidación no solo del sistema político sino también de todos los proyectos culturales que se estaban impulsando, incluyendo los cineclubs, que prácticamente desaparecen o se  mantienen en estado latente en espera de circunstancias más propicias que se producirán, muy lentamente, con una vuelta a los orígenes, esto es, a la Universidad, pero con un condicionamiento muy concreto: el control político que el nuevo régimen impone a todo aquello que tenga que ver la cultura. Un buen ejemplo: el primer nuevo cineclub de este periodo, el Circe, se crea en 1941 y lo hace Manuel Augusto García Viñolas, jefe del departamento nacional de Cinematografía, es decir, se pone en marcha por iniciativa oficial y bajo el control administrativo. No hablaré aquí, por no extender en exceso este preámbulo, de las dificultades de programación que se encontraban entonces pero pese a ellas volvieron a crearse cineclubs en las principales ciudades españolas (Madrid, Barcelona, Zaragoza, Granada, Pamplona) siempre circunscritos al ámbito universitario. En 1956 se registraban ya 35 cineclubs. Cuatro años antes se había constituido la Federación nacional por iniciativa del Ateneo de Madrid y bajo la protección de la Secretaría Nacional del Movimiento, con asistencia de representantes de 26 cineclubs.

Y así llegamos a nuestra fecha, ese 18 de octubre de 1971 en que tuvo lugar la primera sesión del Chaplin, con  Peppermint frappé, de Carlos Saura, a la que siguieron Una historia inmortal, de Orson Welles y Corredor sin retorno, de Samuel Fuller, las tres en 16 mm. y en condiciones técnicas muy deficientes, que disgustaron a todos por lo que hubo que convencer a la dirección de la Casa de Cultura de que mejorara el sistema de proyección (y de sonido), instalando una cámara de 35 mm.  Eso obligó a suspender las sesiones mientras se hacían las obras necesarias para introducir el cambio y unas semanas más tarde, el 30 de noviembre, podían reanudarse las proyecciones en condiciones técnicas más favorables. Ese día se puso El barón fantástico, de Karel Zeman, a la que siguieron  El juego de la oca, de Manuel Summers; La busca, de Angelino Fons y Giulietta de los espíritus, de Federico Fellini.

No era la primera vez que en Cuenca se intentaba formar un Cineclub; el anterior duró tres sesiones antes de que la autoridad competente decidiera liquidarlo. Había habido también otros proyectos, con las Jornadas de Orientación Cinematográfica, que se organizaban durante una semana en el mes de agosto y que duraron ocho años, también con el propósito de ofrecer, aunque fuera solo durante unos días, una programación diferenciada a la de los cines comerciales porque, con los criterios que estos estaban aplicando, había una enorme cantidad de películas que nunca llegaban a la ciudad, porque los responsables de esas salas daban por supuesto que no atraerían público (y, por tanto, no serían rentables) o que provocarían problemas si sus temas eran algo conflictivos por tratar asuntos políticos, sociales, sexuales, religiosos o de cualquier materia que consideraban podrían suponer un rechazo popular. Ese era exactamente el terreno apropiado para el Cineclub y en él nos metimos. Películas procedentes del este europeo, películas de autores consagrados (Bergman, Antonioni, Resnais, Truffaut, Godard), películas del nuevo cine latinoamericano y así una semana tras otra, durante cincuenta años, hasta llegar a donde estamos ahora.

Deja una respuesta